27 de octubre de 2017

Blade Runner: algunas reflexiones



Blade Runner es una archiconocida película del año 82, ubicada en un futuro distópico que al menos temporalmente, no estaba tan lejos. La obra ha pasado a la historia por plantear interrogantes diversos sobre qué significa ser persona; preguntas atemporales que el ser humano siempre se ha hecho, y que surgían esta vez en forma de oscura narrativa audiovisual. No vamos a detenernos aquí en todas, pero al menos sí en las que más me han llamado a mi la atención.

En la sociedad que perfila la película hay dos tipos de individuos: replicantes y humanos. Los primeros fueron creados por los segundos, a su servicio, y su independencia respecto a estos es meramente accidental. Eran esclavos que se revelaron y trataban de vivir para ellos mismos, lo cual les hacía peligrosos y se decidió que debían ser retirados, eliminados (que no asesinados, todos estos matices lingüísticos son importantes porque contribuyen a acentuar la diferencia entre unos individuos y otros; sólo se asesina a quien uno considera como igual). La diferencia entre humanos y replicantes parece radicar en la capacidad de sentir, pues en eso consiste la prueba a la que han de someterse los individuos para probar su humanidad; se trata de tests que se hacen para provocar una respuesta emocional. ¿Es eso lo que caracteriza a los humanos? ¿Nuestra capacidad de sentir? Esto parece altamente discutible, ya que no es difícil encontrar excepciones (¿hacen ciertos trastornos que uno deje de ser humano? No parece que podamos responder que sí) y resulta difícil defender que sea un rasgo exclusivamente humano. Podemos tratar de limitar los sentimientos de los animales apelando a la racionalidad humana, pero así sólo recortaremos más y más el espectro de humanos que cumplen esta condición (no sólo excluiremos a humanos con deficiencias mentales sino también niños, por ejemplo). La propia película se retracta en esta premisa, pues poco a poco va mostrando cómo los replicantes son capaces de enamorarse, entristecerse, etc. Parecen incluso ser capaces de sentir con más intensidad que los humanos, debido a que son inexpertos en el campo de las emociones. ¿Son las emociones algo que uno aprende a gestionar? A primera vista sí; no reaccionamos igual cuando alguien nos abandona en la infancia que cuando nos sucede en la vida adulta, por ejemplo. Ahora bien, ¿a qué responde esta evolución? La respuesta optimista sería que a un aprendizaje, un perfeccionamiento de las respuestas a situaciones de la vida que vamos puliendo con los años. Sin embargo, me parece interesante que consideremos “mejor” una cierta insensibilización; desde luego es conveniente, pero no sé si mejor. Aprendemos a no dejarnos afectar, entrenamos una cierta indiferencia ante todo; desde el enamoramiento hasta la muerte. No es lo mismo enamorarse con 15 años que con 25; no sólo es que no sea lo mismo, es que no está bien visto que lo sea. Una pareja adulta comportándose como una de adolescentes es simplemente una estampa ridícula; cuando uno habla de una relación adulta en seguida piensa en independencia, en respetar espacios, etc. Que no estoy diciendo que eso esté mal, simplemente me llama la atención cómo consideramos mejor lo que más nos protege de un sufrimiento potencial, y por tanto lo que más nos aleja de los demás, lo que en cierto modo es menos “auténtico”. Me parece incluso más llamativo con el ejemplo de la muerte; hay cierto momento en el que nos parece adecuado hablarle de la muerte a los niños, porque tienen que “acostumbrarse” a esa idea. Y cuando digo acostumbrarse quiero decir que tienen que volverse lo más insensibles posibles; tienen que comprender que antes o después sus abuelos van a morir, ellos lo van a ver y tienen que superarlo con relativa facilidad porque eso es la vida. Gestionar los sentimientos parece por tanto aprender a enterrarlos. Nos acostumbramos a que la vida tiene cosas buenas y cosas malas y a que ser fuerte significa que no nos afecten demasiado ni unas ni otras. 

Otro rasgo en el que Blade Runner hace hincapié es el tema de los recuerdos como constitutivos de la identidad. Los replicantes tienen recuerdos falsos, y es esa falsedad lo que hace que no sean humanos, que no sean personas de verdad. ¿Son los recuerdos nuestra identidad? En mayor o menor medida, parece difícil despojarse de esta idea. Sin embargo, ¿qué son los recuerdos a parte de una narrativa en gran medida aleatoria? Desde luego hacemos algo para construir nuestros recuerdos, pero el factor de azar es importantísimo. ¿Qué hemos tenido nosotros que ver en tener tales o cuales padres, en haber nacido en un sitio o en otro, en haber estado en determinado lugar en determinado momento? La mayoría de esos factores son ajenos a nosotros, y simplemente llegan a nuestras vidas como un torrente de agua que ni generamos ni podemos detener, pero del que no podemos evitar empaparnos. ¿Es entonces nuestra identidad en gran medida aleatoria? Quizá sí. ¿Pero dónde situamos entonces nuestro factor de decisión? ¿Cuando tal recuerdo se formó porque decidimos decir o hacer una determinada cosa? ¿Qué nos lleva a actuar? Parece que en nuestro caso la respuesta es que hay algo que lo hace, no está claro qué, pero hay un yo que en último término acaba haciendo algo. En el caso de los replicantes ese yo simplemente no existe, es un espejismo. No fueron ellos quiénes decidieron dar aquel beso, correr aquel día o decir aquella palabrota; fue alguien ajeno, que implantó esa historia en su cabeza narrada en primera persona. Pero quizá eso simplemente equivale a decir que su yo es más joven de lo que pensaban; no se corresponde con la persona de los recuerdos pero está ahí, desde el momento de su nacimiento real, en el que empezaron a tomar decisiones genuinas. ¿Pero por qué les duele tanto comprender que una parte de lo que creían su vida no existe? Quizá por el simple hecho de no tener unas raíces bonitas, de haber sido creados por simple utilitarismo. Nadie quiere saber que ha sido traído al mundo sólo para hacer algo en concreto, y no para tener la oportunidad de tener la vida que él quiera. Sin embargo, casi nadie tiene la vida que quiere, y simplemente nos dejamos llevar hacia las vidas que se nos permite tener. ¿No nacemos nosotros también para ocupar un cierto lugar?

En el plano moral, es interesante cómo Deckard sólo comienza a sentirse culpable de retirar replicantes cuando comienza a sentir algo por una (comprueba que se les puede querer, se les puede tratar como humanos). ¿No podría suceder en nuestra sociedad lo mismo de humano a humano? ¿Significa esto que sólo respetamos a los otros cuando sentimos empatía por ellos, cuando nos damos cuenta de que son como nosotros? En cierta medida sí. Es muy difícil considerar al otro como sujeto de consideración moral si no somos capaces de ponernos en su lugar, de identificarnos con él en cierta medida. De ahí que en principio siempre nos impacten más las desgracias de los sujetos que más se parecen a nosotros; no reaccionamos igual cuando muere nuestro hermano, que cuando muere nuestro vecino, que cuando muere alguien de nuestro país, que cuando muere alguien de otro continente, que cuando muere un animal. ¿Significa eso que somos incapaces de extender nuestro código moral hacia los otros (mujeres, negros, animales, cualquier forma de vida)? Parece que en cierta medida sí, la moral ha de partir de un vínculo hacia el otro, una mínima empatía. A medida que avanza la historia tendemos a extender esa empatía, nuestro círculo de consideración tiende a ser más y más amplio. La pregunta es dónde acaba esa empatía, si puede extenderse indefinidamente; cuál es el límite entre nosotros y los otros (en la película simbolizado como los humanos y los replicantes).
Por último (y ya me callo, lo prometo), uno de mis aspectos favoritos de la película es el aura religiosa en la que está envuelta. Los replicantes buscan a su diseñador genético como los hombres buscan a Dios. Y este resulta ser un ser miserable y solitario que vive entre criaturas pueriles. Buscan al creador para retrasar su fecha de caducidad, al igual que los hombres buscan a Dios esperando encontrar la salvación eterna (es decir, alargar su vida).  La diferencia es que aquí los creados acorralan a su dios, porque ambos son igual de inteligentes. Cuando no hay abismo entre el creador y lo creado la relación es muy distinta (no habría religión si Dios fuera igual que nosotros, pues no habría respeto ni idolatría, sino que la relación sería de tú a tú).

En la recta final de la película, concretamente en la conversación entre Roy y Tyrell, se da a entender que se puede vivir mucho y ser mediocre o poco y ser excepcional; y parece que Dios prefiere que seamos lo segundo. Roy mata a Dios (Tyrell, su padre, su Dios) cuando comprende que no puede obtener de él lo que quiere. ¿Es eso lo que hizo la posmodernidad? ¿Matar a Dios al darse cuenta de que la salvación no era posible?

Las últimas escenas están plagadas de referencias a la tradición judeocristiana, como los clavos haciendo un guiño a la simbología de Jesús en la cruz. Así como Jesucristo murió cuando llegó su hora, que estaba escrita, la vida de los replicantes (en esta trama, hijos de su Dios) llega a su fin. Si Jesucristo hubiera sido egoísta habría sido un replicante (de existencia perfecta, igual a Dios y con fecha de caducidad, creado sólo para cumplir su propósito respecto a los hombres). Finalmente, Roy muere mientras una paloma blanca levanta el vuelo, dejándonos ver así, que desde luego no está claro quien es bueno y quien es malo en esta historia.

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